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Es increíble la experiencia de redactar un sueño. En general el deseo surge por una imagen recurrente que ha conseguido abrirse camino hasta la mente conciente, y en mi caso, queda dando vueltas casi obsesivamente hasta que hago algo con ella. Escribir o componer, o alguna acción creativa.
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Pero una cosa es tomar esa imagen y generar un nuevo producto, y otra es utilizarla como una puerta hacia la historia soñada, hacia la secuencia de imágenes que han transitado por mi cabeza.
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De forma que se inicia con la imagen, tan clara y opaca, tan presente y tan efímera, tan palpable como inasible. Y de pronto uno escribe una, dos palabras, intentando que alberguen ese profundo y extraño sentimiento onírico. Y de golpe la cadencia se acelera, las teclas suenan, y uno ve cómo de la imagen descrita en palabras se desprende la siguiente o la anterior, cómo era la historia en realidad, tan hermosamente absurda.
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¿Cómo traducir en palabras ese extraño objeto onírico, el cual Freud estableció que se produce gracias a un proceso llamado condensación?
Escribir la imagen que se ha hecho conciente es realmente una puerta hacia el sueño, y, en el mejor de los casos, hacia fragmentos de otros.
La experiencia resulta absolutamente agradable, deliciosa, como cavar sobre el conciente y descubrir una dimensión metafísica fácilmente accesible, y que ha sido creada por uno mismo.
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