Diez de la noche y unos minutos de retraso, el tren arriba a la estación; noche fría de fantasmas helados, gélidos, afilados. Solo cuatro o cinco faroles a lo largo del andén; solo algunas personas, como luces menguantes.
Y aquí está El Señor con el Pasaje, bufanda cual máscara, sobretodo oscuro. Brisa que se cuela por las comisuras de la tela. Recuerda cómo las vías cobraron vida con la luz de la locomotora. También recuerda las camas de hospital, sin saber bien por qué.
Disminución total de velocidad, alto, humo y ruido; zapatos sobre el concreto, luego sobre la alfombra del vagón.
Luz artificial, pero cálida. Asientos de cuero de imitación, de tacto desagradable.
Ruedas, dínamos, el tren está en marcha otra vez.
La estación desaparece como barrida por el frío.
Medianoche, el Señor con el Pasaje duerme. Luego, pasos secos, amortiguados por las fibras de algodón. Patas de cerdo. Alguien se ha sentado a su lado. Una capa negra, sombrero de cuáquero. Diálogos de ensueño, negociaciones sobre bases sufridas, y dioses antiguos que sueñan también.
A la una, el Señor con el Pasaje ya ha muerto.
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